martes, 2 de febrero de 2016

La Atalaya y su descuidado patrimonio.Pedro Socorro Santana Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida. Comunicación para las Jornadas Presente y Futuro del Poblado troglodita de la Atalaya



"La situación actual sigue siendo una oportunidad. La Atalaya constituye un exponente ancestral muy cotizado para el turismo que nos visita. Pero para que este lugar del pasado se abra de pronto una expectativa de porvenir, es urgente y necesario un Plan ‘Míster Marshall’, adaptado a las necesidades talayeras..."


Dentro de las actividades programadas en el I MEMORIAL LOCERA MARÍA GUERRA ALONSO, que organizo la Asociación Sociocultural LA LISADERA. Amigos de la Cerámica Canaria, se celebro el viernes 29 de enero 2016, en la Atalaya de Santa Brígida, las Jornadas:” Presente y Futuro del Poblado troglodita de la Atalaya Santa Brígida”.
Las mismas han pretendido ser un espacio de análisis y reflexión entre alfarer@s, especialistas y entidades ciudadanas, relacionados con el poblado troglodita de la Atalaya, con el objeto de que sus aportaciones se constituyan en propuestas de actuaciones para la conservación , recuperación y puesta en valor de este legado Patrimonial.
María Del Pino Rodríguez Socorro. Profesora Asociada de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Departamento de Geografía. Máster Internacional en Turismo; Nicolás Díaz Benítez. Presidente de la Asociación sociocultural y deportiva Aran Canarias; Alejandro Cuenca Sanabria. Arqueólogo y Alfarero; José Silverio López Márquez. Ceramista; fueron los ponentes de estas Jornadas que se celebrarón en la asociación de Vecinos CATAYFA . 
Hoy les ofrecemos la comunicación de  Pedro Socorro Santana.Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida

La Atalaya y su descuidado patrimonio
(Comunicación para las Jornadas Presente y Futuro de La Atalaya)
I Memorial Locera María Guerra Alonso
Villa de Santa Brígida, viernes 29 de enero de 2015



Pedro Socorro Santana
Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida

Hasta la mitad del siglo XX, el antiguo poblado alfarero de La Atalaya era uno de los lugares más singulares y curiosos de Gran Canaria. Su arte sano, heredado de una larga tradición familiar entre las mujeres, y su arquitectura troglodita que asomaba sobre el impresionante barranco de Las Goteras, convirtieron a este enclave en un espacio más turístico y fotografiado de la Isla. Pero en las últimas décadas, la falta de un plan de protección especial, la fuerte presión urbanística y la desidia institucional sobre el rico patrimonio que atesora han calzado con pies de barro a esa gigante nave del tiempo.

La situación actual del patrimonio, y de la gestión de la primera industria de la historia de la Villa de Santa Brígida, es verdaderamente lamentable. Cualquiera que se acerque a La Atalaya puede comprobar cómo a diario llegan los turistas a este lugar, pasean un poco y se van sobre la marcha, porque se encuentran con la casa alfar, el centro locero, las cuevas, la iglesia y la ermita cerradas a cal y canto; sin más misterios, ni más incienso, ni más mística en torno al barro. En otras palabras, vendemos humo y ni siquiera hay guisadas.

Somos algunos los que llevamos años reivindicando que este pago necesita de cuidados. Pero las iniciativas para restaurar y rentabilizar este patrimonio son muy escasas. Y el paso del tiempo ha demostrado que las instituciones no han estado a la altura para preservar ese costado del pueblo que aún se aferra a la oquedad de la roca, pero que se ha ido desfigurando, descuidando. A pesar de haber sido la morada de remotas poblaciones, en este pueblo laborioso y de arraigada cultura, nunca se ha hecho un estudio serio arqueológico sobre sus tesoros aún escondidos. Su legado ha permanecido a veces tan oculto como si se hubiera quedado en el interior de una cueva sellada por un derrumbe. Las investigaciones de arqueólogos e historiadores aún distan mucho de haber extraído toda la rica información que este importante enclave puede proporcionar para el más profundo conocimiento de las culturas prehispánicas de las islas.


Las cuevas tradicionales excavadas en la roca, sus pasos labrados en toba y los bancales de piedra que resguardaban las huertas del abismo, han ido desapareciendo de la vista, reemplazadas por nuevas paredes de bloques, cubiertas de planchas de uralita, antenas, bidones y cableados que asoman por doquier, y que han terminado por esconderlas. Y aunque ahora lleguen las prisas, las jornadas y los deseos, hace tiempo que el deterioro y el mal gusto se han colado por las entrañas de la arquitectura bioclimática. Se ha transformado radicalmente las tipologías y modos de entender el hábitat troglodita que siempre tuvo este barrio, dotado de una peculiar personalidad, una manera de ser, que atraía a miles de turistas extranjeros hasta las cuevas, con sus pennys y sus paseos por aquellas callejuelas cuyo trazado se perdía en el barranco, por donde ha visto pasar la vida.
La situación actual sigue siendo una oportunidad. La Atalaya constituye un exponente ancestral muy cotizado para el turismo que nos visita. Pero para que este lugar del pasado se abra de pronto una expectativa de porvenir, es urgente y necesario un Plan ‘Míster Marshall’, adaptado a las necesidades talayeras, que iría desde mejorar su tipología (su carta de presentación), a tejer una red de caminos para intercompenetrar el territorio, rehabilitar algunas cuevas para el turismo rural, hasta lograr que los actuales herederos de la tradición trabajen en vivo en cuevas de este lugar, y no fuera del barrio, como ocurre en la actualidad, a fin de contar con un punto de venta y mantener vivo el patrimonio intangible. No olvidemos que fueron la artesanía, las cuevas y la manera de ser de la gente los verdaderos factores de la atracción turística del pasado.
Es necesario llevar a cabo un proyecto comunitario que valore y defienda su patrimonio y que, sobre todo, sea bien gestionado para volver a convertir a La Atalaya en un verdadero polo de atracción. Es, por tanto, prudente y de buen juicio mejorar las ayudas y el apoyo a cualquier iniciativa, no solo con discursos y buenas palabras, sino con medidas concretas. Hacer un catálogo de las cuevas en el Plan General de Ordenación Urbana e iniciar los trámites para declarar el antiguo horno como Bien de Interés Cultural (BIC), que bien pudiera ser su símbolo de identidad, serían algunas muestras de sensatez. El futuro armónico de La Atalaya pasa por asumir íntimamente, en el alma, la necesidad y la responsabilidad de mejorar su fisionomía, potenciar su carácter rural y troglodita, y dedicar todos los esfuerzos al embellecimiento del entorno en el que las cuevas cobren su pleno sentido, y a la mejora de la calidad de vida de sus vecinos.
Algunos expertos como el arqueólogo Julio Cuenca Sanabria ya hablaban en 1981 sobre la necesidad de convertir a La Atalaya en un ecomuseo vivo, capaz de recibir visitas y de servir de lugar de trabajo para el barro. La adquisición de la casa-cueva-alfar de Panchito por parte del Cabildo, lugar de trabajo y residencia de ese célebre artesano, en 1991; la inauguración del Centro Locero y la posterior compra de la cueva donde trabajaba María Guerra Alonso fueron los pasos en la dirección correcta, aparte de una muestra excelente de rehabilitación de una cueva alfar emblemática. Pero ahí quedaron las metas y las ilusiones. Muchos elementos de su historia parecen deteriorarse sin remisión: los chorros de agua, los paneles turísticos, la entrada al barrio, y los intrincados paseos en los que, de vez en cuando, no estaría mal que aparecieran más flores y más macetas de barro que favorezcan la impresión de una única trama urbana, arraigada a la tierra, a sus raíces, que irradia sus beneficios para todo el territorio del municipio.



Fiestas y murales

Hay quienes no desesperan porque tienen su utopía, su visión, sus sueños metidos en tallas. Seguimos confiando todavía en los milagros, deseosos de ver algún día que se lleve a cabo un proyecto cromático como los realizados en los riscos de la capital grancanaria, en los que los colores (blanco o almagre) dejen su impronta en los paseos, la plaza, la iglesia, el colegio, el consultorio y hagan del entorno algo más agradable la vista.
Las fiestas del barro, auspiciadas por la peña de amigos, han dado un carácter lúdico a una tradición ancestral y han servido de cohesión social. Sería deseable que en la próxima Traída del Barro, que este año cumple 25 años, recuperar una vieja tradición en las fiestas municipales. Que nuestros alfareros más populares (Panchito Rodríguez, María Guerra y Antoñita La Rubia) dancen, en forma de papagüevos, al modo tradicional canario, y floten cada año, durante unas horas, por las calles de su pueblo. Y que aquel grupo de talayeros que un día apareció enmarcado en un mural de la plaza se unan al cortejo de la fiesta. No cabe duda que la gente y el patrimonio intangible es lo más importante. Que la presencia de todos ellos sea sinónimo de unos festejos vinculados con antiguas costumbres de la población, de ejemplo a las nuevas generaciones, pero también de diversión y de presagios de buenos momentos.
Es tiempo de recuperar todo lo que se pueda, con extrema delicadeza, primando la elegancia sobria de la piedra en las cuevas y los muros que resguardan las huertas, rentabilizando al máximo su hábitat tradicional. Todo lo contrario de la filosofía suburbial que ha presidido las últimas décadas, con una gran masificación y agresivas construcciones que han crecido demasiado aprisa, demasiado desordenadamente, masificando más de la cuenta este atrayente espacio.
Es hora de poner en valor a la mujer alfarera, pues el trabajo de la cerámica ha sido una actividad exclusiva de ellas. Bien es verdad que el callejero ha sido generoso con nuestras loceras, pero no hay una escultura pública que haga honor a su trabajo de moldear la arcilla en un lugar preferente, visible. Y también poner en valor el arte de la loza. Ni siquiera se ha publicado un catálogo de las distintas piezas y las antiguas técnicas alfareras que un conocido alfarero local (Gustavo Rivero) tiene prácticamente culminado. Sería también necesario que la cueva donde trabajaba María Guerra, hoy cerrada, se convierta en en un verdadero Museo de la Cerámica que atesore la riqueza etnográfica del arte popular, la loza elaborada por los últimos alfareros, y que sirva, asimismo, para la recuperación de piezas cuyas formas y diseños ya se han olvidado.
Para todo ello, el entorno juega un papel importante, con el cercano volcán de Bandama y la ruta del vino. En la entrada y salida del barrio no hay ninguna referencia ni elemento identitario. Creo que viene siendo hora que protejamos a ese pequeño monumento que ha dado nombre a una parte del urbanismo de la zona. La pequeña cruz de piedra que una madre mandó a construir en la cercana cantera, como agradecimiento del regreso a casa de dos hijos que participaron en la más incivil de la Guerra, apenas se percibe, invadida por los coches, cuando debiera presidir una coqueta plaza o alameda, un escenario singular, como símbolo de la historia de esta comunidad, de modo que no sólo nos acordemos el día de la Fiesta de la Cruz que, por cierto, es en La Atalaya donde más se mantiene esta tradición.

En definitiva, no cabe duda que habría que invertir en restauración lo que no se ha gastado en décadas. Y aunque la garantía de su conservación y continuidad pase por lograr que el barrio más poblado de Santa Brígida cuente con actividad y contenidos atractivos, no estaría de más crear, entre tanto, cursos de aprendizaje, que la enseñanza del barro llegue a las escuelas y que las escuelas talleres se proyecten en La Atalaya. Para todo ello es necesario que las administraciones públicas (Ayuntamiento y Cabildo) se interesen por el acervo cultural de esta antigua ollería, que ha sido la fusión visible de la cultura del barro, que debemos conocer, catalogar, conservar y difundir, y que, lejos de ser una carga, es una oportunidad magnífica que puede rendir beneficios y crear prosperidad al barrio, al municipio, además de hacer más grata la vida de todos. 

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