"La situación actual sigue siendo una oportunidad. La Atalaya constituye un exponente ancestral muy cotizado para el turismo que nos visita. Pero para que este lugar del pasado se abra de pronto una expectativa de porvenir, es urgente y necesario un Plan ‘Míster Marshall’, adaptado a las necesidades talayeras..."
Dentro
de las actividades programadas en el
I MEMORIAL LOCERA MARÍA GUERRA ALONSO,
que organizo la Asociación Sociocultural LA LISADERA. Amigos de la
Cerámica Canaria, se celebro el viernes 29 de enero 2016, en la
Atalaya de Santa Brígida, las Jornadas:” Presente
y Futuro del Poblado troglodita de la Atalaya Santa Brígida”.
Las
mismas han pretendido ser un espacio de análisis y reflexión entre
alfarer@s, especialistas y entidades ciudadanas, relacionados con el
poblado troglodita de la Atalaya, con el objeto de que sus
aportaciones se constituyan en propuestas de actuaciones para la
conservación , recuperación y puesta en valor de este legado
Patrimonial.
María
Del Pino Rodríguez Socorro. Profesora Asociada de la Universidad de
Las Palmas de Gran Canaria. Departamento de Geografía. Máster
Internacional en Turismo; Nicolás Díaz Benítez. Presidente de la
Asociación sociocultural y deportiva Aran Canarias; Alejandro
Cuenca Sanabria. Arqueólogo y Alfarero; José Silverio López
Márquez. Ceramista; fueron los ponentes de estas Jornadas que se
celebrarón en la asociación de Vecinos CATAYFA .
Hoy les ofrecemos la comunicación de Pedro Socorro Santana.Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida
La
Atalaya y su descuidado patrimonio
(Comunicación
para las Jornadas Presente
y Futuro de La Atalaya)
I
Memorial Locera María Guerra Alonso
Villa
de Santa Brígida, viernes 29 de enero de 2015
Pedro Socorro Santana
Cronista
Oficial de la Villa de Santa Brígida
Hasta
la mitad del siglo XX, el antiguo poblado alfarero de La Atalaya era
uno de los lugares más singulares y curiosos de Gran Canaria. Su
arte sano, heredado de una larga tradición familiar entre las
mujeres, y su arquitectura troglodita que asomaba sobre el
impresionante barranco de Las Goteras, convirtieron a este enclave en
un espacio más turístico y fotografiado de la Isla. Pero en las
últimas décadas, la falta de un plan de protección especial, la
fuerte presión urbanística y la desidia institucional sobre el rico
patrimonio que atesora han calzado con pies de barro a esa gigante
nave del tiempo.
La
situación actual del patrimonio, y de la gestión de la primera
industria de la historia de la Villa de Santa Brígida, es
verdaderamente lamentable. Cualquiera que se acerque a La Atalaya
puede comprobar cómo a diario llegan los turistas a este lugar,
pasean un poco y se van sobre la marcha, porque se encuentran con la
casa alfar, el centro locero, las cuevas, la iglesia y la ermita
cerradas a cal y canto; sin más misterios, ni más incienso, ni más
mística en torno al barro. En otras palabras, vendemos humo y ni
siquiera hay guisadas.
Somos
algunos los que llevamos años reivindicando que
este pago necesita de cuidados. Pero las
iniciativas para restaurar y rentabilizar este patrimonio son muy
escasas. Y el paso del tiempo ha demostrado que las instituciones no
han estado a la altura para preservar ese costado del pueblo que
aún se aferra a la oquedad de la roca,
pero que se ha ido desfigurando, descuidando. A pesar de haber sido
la morada de remotas poblaciones, en este pueblo laborioso y de
arraigada cultura, nunca se ha hecho un estudio serio arqueológico
sobre sus tesoros aún escondidos. Su
legado ha permanecido a veces tan oculto como si se hubiera quedado
en el interior de una cueva sellada por un derrumbe.
Las
investigaciones de arqueólogos e historiadores aún distan mucho de
haber extraído toda la rica información que este importante enclave
puede proporcionar para el más profundo conocimiento de las culturas
prehispánicas de las islas.
Las
cuevas tradicionales excavadas en la roca, sus pasos labrados en toba
y los bancales de piedra que resguardaban las huertas del abismo, han
ido desapareciendo de la vista, reemplazadas por nuevas paredes de
bloques, cubiertas de planchas de uralita, antenas, bidones y
cableados que asoman por doquier, y que han terminado por
esconderlas. Y aunque ahora lleguen las prisas, las jornadas y los
deseos, hace tiempo que el deterioro y el mal gusto se han colado por
las entrañas de la arquitectura bioclimática. Se ha transformado
radicalmente las tipologías y modos de entender el hábitat
troglodita que siempre tuvo este barrio, dotado de una peculiar
personalidad, una manera de ser, que atraía a miles de turistas
extranjeros hasta las cuevas, con sus pennys
y
sus paseos por aquellas callejuelas cuyo trazado se perdía en el
barranco, por donde ha visto pasar la vida.
La
situación actual sigue siendo una oportunidad. La Atalaya constituye
un exponente ancestral muy cotizado para el turismo que nos visita.
Pero para que este lugar del pasado se abra de pronto una expectativa
de porvenir, es urgente y necesario un Plan ‘Míster Marshall’,
adaptado a las necesidades talayeras, que iría desde mejorar su
tipología (su carta de presentación), a tejer una red de caminos
para intercompenetrar el territorio, rehabilitar algunas cuevas para
el turismo rural, hasta lograr que los actuales herederos de la
tradición trabajen en vivo en cuevas de este lugar, y no fuera del
barrio, como ocurre en la actualidad, a fin de contar con un punto de
venta y mantener vivo el patrimonio intangible. No olvidemos que
fueron la artesanía, las cuevas y la manera de ser de la gente los
verdaderos factores de la atracción turística del pasado.
Es
necesario llevar a cabo un proyecto comunitario que valore y defienda
su patrimonio y que, sobre todo, sea bien gestionado para volver a
convertir a La Atalaya en un verdadero polo de atracción. Es, por
tanto, prudente y de buen juicio mejorar las ayudas y el apoyo a
cualquier iniciativa, no solo con discursos y buenas palabras, sino
con medidas concretas.
Hacer un catálogo de las cuevas en el Plan General de Ordenación
Urbana e iniciar los trámites para declarar el antiguo horno como
Bien de Interés Cultural (BIC), que bien pudiera ser su símbolo de
identidad,
serían algunas muestras de sensatez. El
futuro armónico de La Atalaya pasa por asumir íntimamente, en el
alma, la necesidad y la responsabilidad de mejorar su fisionomía,
potenciar su carácter rural y troglodita, y dedicar todos los
esfuerzos al embellecimiento del entorno en el que las cuevas cobren
su pleno sentido, y a la mejora de la calidad de vida de sus vecinos.
Algunos
expertos como el arqueólogo Julio Cuenca Sanabria ya hablaban en
1981 sobre la necesidad de convertir a La Atalaya en un ecomuseo
vivo, capaz de recibir visitas y de servir de lugar de trabajo para
el barro. La adquisición de la casa-cueva-alfar de Panchito por
parte del Cabildo, lugar de trabajo y residencia de ese célebre
artesano, en 1991; la inauguración del Centro Locero y la posterior
compra de la cueva donde trabajaba María Guerra Alonso fueron los
pasos en la dirección correcta, aparte de una muestra excelente de
rehabilitación de una cueva alfar emblemática. Pero ahí quedaron
las metas y las ilusiones. Muchos elementos de su historia parecen
deteriorarse sin remisión: los chorros de agua, los paneles
turísticos, la entrada al barrio, y los intrincados paseos en los
que, de vez en cuando, no estaría mal que aparecieran más flores y
más macetas de barro que favorezcan la impresión de una única
trama urbana, arraigada a la tierra, a sus raíces, que irradia sus
beneficios para todo el territorio del municipio.
Fiestas
y murales
Hay
quienes no desesperan porque tienen su utopía, su visión, sus
sueños metidos en tallas. Seguimos confiando todavía en los
milagros, deseosos de ver algún día que se lleve a cabo un proyecto
cromático como los realizados en los riscos de la capital
grancanaria, en los que los colores (blanco o almagre) dejen su
impronta en los paseos, la plaza, la iglesia, el colegio, el
consultorio y hagan del entorno algo más agradable la vista.
Las
fiestas del barro, auspiciadas por la peña de amigos, han dado un
carácter lúdico a una tradición ancestral y han servido de
cohesión social. Sería deseable que en la próxima Traída
del Barro,
que este año cumple 25 años, recuperar una vieja tradición en las
fiestas municipales. Que nuestros alfareros más populares (Panchito
Rodríguez, María Guerra y Antoñita La
Rubia)
dancen, en forma de papagüevos, al modo tradicional canario, y
floten cada año, durante unas horas, por las calles de su pueblo. Y
que aquel grupo de talayeros que un día apareció enmarcado en un
mural de la plaza se unan al cortejo de la fiesta. No cabe duda que
la gente y el patrimonio intangible es lo más importante. Que la
presencia de todos ellos sea sinónimo de unos festejos vinculados
con antiguas costumbres de la población, de ejemplo a las nuevas
generaciones, pero también de diversión y de presagios de buenos
momentos.
Es
tiempo de recuperar todo lo que se pueda, con extrema delicadeza,
primando la elegancia sobria de la piedra en las cuevas y los muros
que resguardan las huertas, rentabilizando al máximo su hábitat
tradicional. Todo lo contrario de la filosofía suburbial que ha
presidido las últimas décadas, con una gran masificación y
agresivas construcciones que han crecido demasiado aprisa, demasiado
desordenadamente, masificando más de la cuenta este atrayente
espacio.
Es
hora de poner en valor a la mujer alfarera, pues el trabajo de la
cerámica ha sido una actividad exclusiva de ellas. Bien es verdad
que el callejero ha sido generoso con nuestras loceras, pero no hay
una escultura pública que haga honor a su trabajo de moldear la
arcilla en un lugar preferente, visible. Y también poner en valor el
arte de la loza. Ni siquiera se ha publicado un catálogo de
las distintas piezas y las antiguas técnicas alfareras que un
conocido alfarero local (Gustavo Rivero) tiene prácticamente
culminado. Sería también necesario que la cueva donde trabajaba
María Guerra, hoy cerrada, se convierta en en un
verdadero Museo
de la Cerámica que
atesore la riqueza etnográfica del arte popular, la loza elaborada
por los últimos alfareros, y que sirva, asimismo, para la
recuperación de piezas cuyas formas y diseños ya se han olvidado.
Para
todo ello, el entorno juega un papel importante, con el cercano
volcán de Bandama y la ruta del vino. En la entrada y salida del
barrio no hay ninguna referencia ni elemento identitario. Creo que
viene siendo hora que protejamos a ese pequeño monumento que ha dado
nombre a una parte del urbanismo de la zona. La pequeña cruz de
piedra que una madre mandó a construir en la cercana cantera, como
agradecimiento del regreso a casa de dos hijos que participaron en la
más incivil de la Guerra, apenas se percibe, invadida por los
coches, cuando debiera presidir una coqueta plaza o alameda, un
escenario singular, como símbolo de la historia de esta comunidad,
de modo que no sólo nos acordemos el día de la Fiesta
de la Cruz
que, por cierto, es en La Atalaya donde más se mantiene esta
tradición.
En
definitiva, no cabe duda que habría que invertir en restauración lo
que no se ha gastado en décadas. Y aunque la garantía de su
conservación y continuidad pase por lograr que el barrio más
poblado de Santa Brígida cuente con actividad y contenidos
atractivos, no estaría de más crear, entre tanto, cursos de
aprendizaje, que la enseñanza del barro llegue a las escuelas y que
las escuelas talleres se proyecten en La Atalaya. Para todo ello es
necesario que las administraciones públicas (Ayuntamiento y Cabildo)
se interesen por el acervo cultural de esta antigua ollería,
que ha sido la fusión visible de la cultura del barro, que debemos
conocer, catalogar, conservar y difundir, y que, lejos de ser una
carga, es una oportunidad magnífica
que puede rendir beneficios y crear prosperidad al barrio, al
municipio, además de hacer más grata la vida de todos.