Santa
Brígida, año 1944. “Desde Tafira Alta, pasando por la carretera principal a un
camino bordeado de chumberas y muros llenos de hierba y lagartos, he llegado a
La Atalaya. Un pequeño cerro aislado, con un centenar de cuevas y viviendas
encaladas, es toda La Atalaya. Hay un “aroma” a granja sin ozonizar que me hace
dudar del sentido olfativo de sus habitantes. Varios arrapiezos, que practican
un nudismo moderado, me salen al encuentro con un turístico saludo: - "Guanpeny".”
[1]
Quien
esto escribe es un joven Pedro Lezcano que realiza una visita al pago de La
Atalaya de Santa Brígida para escribir un reportaje sobre sus habitantes y el
tesoro que encierran: la elaboración de cerámica mediante una ancestral técnica.
Cargando con su máquina fotográfica y sus lápices de dibujo que grabarán cada uno de
los objetos que acompañarán su relato, subirá las “cuestas empinadas y
escaleras rústicas” que constituyen las
calles de la aldea pues “no hay rueda capaz de escalarlas”.
Se
adentrará en “una cueva donde trabaja una alfarera anciana” que en ese justo
momento “raspa una inmensa vasija para gofio, aún sin colorear ni cocer”. Y anota:
“La anciana está asombrada de mi asombro, y yo hasta me pregunto cómo puede
ella no admirar sus mismas cosas. Todo es tan dulcemente anacrónico que me
invade un inmenso deseo de no ser yo, de sumirme en el ambiente y confundir mi
vida con la de estas gentes pequeñas y felices”. Y nos descubrirá admirado los
entresijos de este arte y oficio: las herramientas, el raspado, el coloreado,
el pulimentado, la cocción, los elementos decorativos… y por supuesto el origen
del barro “masapén”.
Las mujeres son las protagonistas en esta industria aunque
un talayero le informa que hay un hombre
que aprendió de su madre el oficio y lo practica. Es un “jeringao con las
mujeres” y se llama
Pancho. Un joven Pancho que será, pasados los años, todo un referente de la
alfarería tradicional dejando en un segundo plano a las mujeres,solo unas pocas
se dedican ahora al oficio. Se produce una paradoja que denuncia el poeta: “En
el país de la cerámica canaria, las jóvenes transportan el agua en un bidón de
gasolina” y presagia que, gracias a los caminos cada vez más accesibles al
pago, “pronto habrá chiquillos-quizá los nietos de las actuales artesanas-que
jueguen a las bolas con las brillantes lisaderas”.
Por suerte, la tradición continúa gracias al legado de
aquellas mujeres loceras que conoció el poeta en su visita a La Atalaya y se ha
convertido en fiesta con la "Traída del Barro" que rememora la recogida
de la materia prima que se llevaba a
cabo en verano, por parte de todos los vecinos, tal como registró el escritor. Seguramente
fue aquí donde Lezcano se encontró con el filósofo y poeta Empédocles al
descubrir los principios del vivir que son el aire, el fuego, la tierra y el agua
que se mezclan para crear bernegales o vasijas que nos
harán más llevadera la existencia.
Felipe García
Landin y Nicolás Díaz Benítez, miembros Memorial Pedro Lezcano
[1]LEZCANO
MONTALVO, Pedro, «Visita a La Atalaya de Gran Canaria». En Palabras y Cosas.
Colección de ensayos y notas de folklore canario, Instituto de Estudios
Canarios, Santa Cruz de Tenerife, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, La Laguna de Tenerife, 1994, Tm. I; pp. 171-184